Prodigios de la droga

AutorSamuel Máynez Champion

NUEVA YORK.- El elegante edificio de la avenida West End no ha alterado su fisonomía desde el día de la tragedia, y su ubicación mantiene todavía sus privilegios. Desde sus pisos superiores se divisa, hacia el oeste, el río Hudson y, más atrás, las costas de New Jersey. Caminando unas cuadras hacia el sureste se llega al conjunto de teatros y escuelas, mejor conocido como Lincoln Center for the Performing Arts, lugar señorial -quizá el espacio más grande del planeta dedicado a las Artes Escénicas-donde destacan la Metropolitan Opera House, la Juilliard School y el American Ballet Theater...

El conserje del edificio, un afroamericano robusto y de edad avanzada, no trabajaba aún aquí; sin embargo, no duda en repetir los rumores que ha escuchado sobre el virtuoso que pereció en circunstancias misteriosas aquel lejano 19 de enero de 1972. Sí, asiente con malicia, el famoso artista vivió los últimos años de su corta vida -m urió a los 35 años de edad- en un apartamento del último piso. La versión oficial de su deceso, nos relata, fue que se resbaló y, al caer, se desnucó... la otra, la que se decretó enmascarar, fue la del suicidio.

Las señoras más chismosas del inmueble refieren, se atreve a revelarnos en tono de secrecía, que su estado emocional se deterioró mucho por el consumo de estupefacientes, y que una noche se aventó por las escaleras, dejando tras de sí una orla de gritos surgidos por la constatación del percance. La caída destrozó su cráneo y en su derredor se formó un charco viscoso de sangre. La misma que corría acelerada por sus venas cuando transportaba a sus auditorios a raptos de delirio sensorial y a ensoñaciones de la mejor estirpe estética. Una verdadera pérdida, repite el conserje haciendo eco de las crónicas periodísticas y de las incesantes murmuraciones colectivas.

Pero, ¿de quién estamos hablando?, ¿es acaso el mismo personaje a quien se le profetizó unánimemente un porvenir coronado por los laureles más verdes del triunfo? Efectivamente. Se trata del insuperable violinista norteamericano Michael Rabin, cuyo legado -particularmente el discográ-fico- aún suscita oleajes de admiración y continúa reclutando seguidores en el mundo entero. Por ello, una visita a su morada postrera, así fuera nada más para verla de lejos, era obligada, amén de que una de sus últimas presentaciones públicas tuvo lugar, nada menos que en la Ciudad de México y merece, por la extrañeza de su contenido, ser narrada con la justa profusión de...

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