"Me pueden agarrar en cualquier momento... o nunca"

AutorJulio Scherer García

-Muchas gracias -respondí con naturalidad.

Me encontraba en una construcción rústica de dos recámaras y dos baños, según pude comprobar en los minutos que me pude apartar del capo para lavarme. Al exterior había una mesa de madera tosca para seis comensales, y bajo un árbol que parecía un bosque, tres sillas mecedoras con una pequeña mesa al centro. Me quedó claro que el cobertizo había sido levantado con el propósito de que el capo y su gente pudieran abandonarlo al primer signo de alarma. Percibí un pequeño grupo de hombres juramentados.

A corta distancia del narco, los guardaespaldas iban y venían, a veces los ojos en el jefe y a ratos en el panorama inmenso que se extendía a su alrededor. Todos cargaban su pistola y algunos, además, armas largas.

Dueño de mí mismo, pero nervioso, vi en el suelo un arma negra que brillaba intensamente bajo un sol vertical. Me dije, deliberadamente forzada la imagen: podría tratarse de un animal sanguinario que dormita.

-Lo esperaba para que almorzáramos juntos- me dijo Zambada y señaló la silla que ocuparía, ambos de frente.

Observé de reojo a su emisario, las mandíbulas apretadas. Me pedía que no fuera a decir que ya habíamos desayunado.

Al instante fuimos servidos con vasos de jugo de naranja y vasos de leche, carne, frijoles, tostadas, quesos que se desmoronaban entre los dedos o derretían en el paladar, café azucarado.

-Traigo conmigo una grabadora electrónica con juego para muchas horas-, aventuré con el propósito de ir creando un ambiente para la entrevista.

-Platiquemos primero.

Le pregunté al capo por Vicente, Vicentillo.

-Es mi primogénito, el primero de cinco. Le digo "Mijo". También es mi compadre.

Zambada siguió en la reseña personal:

-Tengo a mi esposa, cinco mujeres, quince nietos y un bisnieto. Ellas, las seis, están aquí, en los ranchos, hijas del monte, como yo. El monte es mi casa, mi familia, mi protección, mi tierra, el agua que bebo. La tierra siempre es buena, el cielo no.

-No le entiendo.

-A veces el cielo niega la lluvia.

Hubo un silencio que aproveché de la única manera que me fue posible:

-¿Y Vicente?

-Por ahora no quiero hablar de él. No sé si está en Chicago o Nueva York. Sé que estuvo en Matamoros.

-He de preguntarle, soy lo que soy. A propósito de su hijo, ¿vive usted su extradición con remordimientos que lo destrocen en su amor de padre?

-Hoy no voy a hablar de "Mijo". Lo lloro.

-¿Grabamos?

Silencio.

-Tengo muchas preguntas-, insistí ya debilitado.

-Otro día. Tiene mi...

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