Los relámpagos de Ibargüengoitia

Ni un par de años después, ya Scherer al frente de Proceso, el autor de Los relámpagos de agosto fue a despedirse de él porque iba a radicar en Nueva Jersey, "harto de la Ciudad de México" según me dijo mi director pidiéndole que lo entrevistara.

-Vaya directamente a su casa, que sienta que lo queremos -replicó cuando le dije que le llamaría por teléfono a su casa de Cerrada de Reforma 48, en el centro de Coyoacán.

Había leído en La ley de Herodes los pormenores que el dramaturgo "frustrado" y narrador exitoso había contado acerca de cómo construyó esa casa neocolo-nial mexicana, en cuyo patio delantero yo esperaba luego de que el portero me recibiera. Desde ahí miraba, tras un cristal inmenso, la espaciosa estancia, que terminaba también en otro cristal, que cerraba el patio trasero, desde entonces vi borrosamente una gran figura que agitaba las manos y avanzaba.

A los pocos segundos, estaba frente a mí Jorge Ibargüengoitia, inmenso, con camisa verde botella y pantalón caqui de dril, di-ciéndome que qué hacía yo ahí, que él no quería ninguna entrevista, y con el brazo levantado me indicaba que saliera de su casa.

Balbuceé algunas palabras ("Proceso", "Scherer", "la Ciudad de México...") mientras el escritor miraba el libro que llevaba yo bajo el brazo, un ejemplar de algún volumen suyo (creo que Viajes en la América ignota), por aquella época inconseguible, y que por inconseguible había comprado sin dudarlo para ver si al término de la entrevista me lo autografiaba; el caso es que Ibargüengoitia se detuvo al verlo y me dijo, ya en el umbral:

-¿De dónde lo sacó?

-Lo compré en una librería de Guadalajara...

-Es que está agotado.

-Sí, ¿lo quiere?

Tomó el volumen y parco, más que preguntar, dijo:

-Qué es lo que desea.

-Es que como usted le contó a Julio Scherer su molestia de vivir en la Ciudad de México, me pidió que lo entrevistara sobre esas razones...

-Mire, estoy muy atareado empacando y esas cosas. En poco más de un mes estaré en Nueva Jersey, mándeme allá un cuestionario.

-¿Me da su dirección? -me atreví. Todavía no la tengo -dijo y cerró el portón de madera.

Mes y medio después entré a la oficina del director de Proceso:

-Don Julio, ¿me regalaría una pregunta para Ibargüengoitia? Estoy haciendo mi cuestionario.

-No, para qué un cuestionario, que sienta que lo queremos, dígale a Eleni-ta que lo comunique y dígale a don Jorge que se va usted inmediatamente a entrevistarlo.

Paralizado porque en aquella primera etapa de Proceso, un viaje...

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