Relatos inéditos de Leñero: "Mucho más gente así"

AutorVicente Leñero

Para incitarnos a leer, para que no perdiéramos la costumbre inculcada por él mismo de regalarnos libros de la colección argentina El Molino (Cuentos japoneses, Cuentos chinos, Cuentos de los hermanos Grimm, Cuentos alemanes) y luego Julio Verne, Emilio Salga -ri, MarkTwain, mi padre se suscribió a Selecciones de Reader's Digest.

La revista tamaño bolsillo llegaba a la casa cada mes, y mi hermana Celia y yo nos la disputábamos para leerla antes que los demás hermanos. Mi sección favorita era Mi personaje inolvidable que contenía -siempre condensadas de revistas norteamericanas como Satur-day Review o New Yorker- semblanzas de personajes notables que parecían cuentos. Recuerdo apenas la de Rockefeller, la del violinista niño Yehudi Menuhin, la de Pasteur, la de Madame Curie. Lo que más me atraía de esas semblanzas era su inicio, casi siempre con una anécdota y obedeciendo -según supe después- a una fórmula prototípica del periodismo norteamericano. Una anécdota sabrosa, sugestiva, quizás imaginaria.

Andaba yo por los veinte años, y esa fórmula de anécdota inicial me resultó muy útil en los primeros cuentos que pergeñaba; la sigo utilizando ahora, a veces. Tal era el valor que les concedía a los cuentos de Mi personaje inolvidable que los recortaba de la revista y los guardaba en una carpeta azul. Ahí escondía esos tesoros literarios junto con otros incípites recogidos en revistas y diarios. Soñaba con ser escritor algún día.

Muchos años más tarde, cuando impartía clases de periodismo en la Septién García, leía a mis alumnos esas semblanzas para que utilizaran la técnica en sus reportajes en sus crónicas.

-Así deben iniciar un texto -les decía-para enganchar al lector. Con una anécdota, muchachos, siempre con una anécdota.

Algunos me pedían prestados los recortes y yo se los iba regalando. Así quedó vacía mi carpeta azul.

Entre los textos del Reader's Digest que no olvidé nunca se hallaba una semblanza de mi admirado Julio Verne ilustrada a colores con el dibujo de un elegante pelirrojo llegando a una oficina. Si lo recuerdo ahora con exactitud es porque ese texto condensado provocó en 1954, apenas apareció, un ruidoso escándalo en nuestro ambiente cultural.

Yo ignoré por supuesto aquel escándalo, alejado como estaba en ese entonces de los cotilleos de la pujante inteligencia del país, y de no ser porque mi hermano mayor me había hecho leer Visión de Aná-huac, poco sabía de Alfonso Reyes.

¡Porque Alfonso Reyes era ni más ni menos el objetivo y la víctima del escándalo de 1954! Don Alfonso Reyes, el sumo pontífice de nuestra cultura, el escritor a quien veneraba la mayoría y a quien celaba o criticaba -en consecuencia, como suele suceder- una porción de inconfor-mes y rebeldes. De ese amor y desamor a Alfonso Reyes escribió alguna vez Ricardo Garibay como para escarciar el clima imperante de la época. Vale la pena releerlo:

Creo que soy leal en mi devoción y en mi derecho al retobo. Tengo conciencia de los dos extremos. Y la conciencia me viene de una anécdota simplona que recuerdo con frecuencia desde 1949. Entonces todos los suplementos dominicales machacaban y machacaban con Alfonso Reyes. Una especie de pugilato a ver quién lo alababa y mejor, quién se le rendía más hasta el fondo. Siento que lo estábamos descubriendo y pasaba la época de vene-ración a Vasconcelos. Y estábamos tomando café y alaraqueando en los altos de la Librería de Cristal, frente a Bellas Artes. Y Reyes iba y venía en la grita. Y gritó Jorge López Paez:

-¿Ya va siendo tiempo de que alguien escriba una página para poner en su sitio a este señor, que...

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