La talla de Fernández Retamar

AutorMiguel Barnet

Su obra empezó como un suspiro elegíaco para forjar un mundo alrededor de la esperanza. Citó a Mateo en el Salmo 34: "No he venido para meter paz, sino espada". Desde el fondo, entre oscuras semillas, recogió la ceniza de Rubén Martínez Villena, la que permanece y habla. Y la esparció sobre sus versos para cantar, desde el borde de una estrella al hombre nuevo. Cuando casi todos sus contemporáneos vivían en el exilio o no podían hacer otra cosa que alimentarse de su propio escepticismo, no sin razón justificado, él escribió Patrias y Elegía como un himno.

Ya un aliento civil y revolucionario aparecía en sus versos. La certidumbre de la Patria era la única lengua para comprendernos. Y así lo escribió sobre las piedras, con palabras rotas quizás, pero arrancadas al corazón y a los huesos, algunos años después de aquel primer suspiro joven, cuando los ojos de nuestros muertos comenzaron a ver por nuestra cara, allí, donde ellos ya no están, en la sobrevida. Admiro su voluntad de estar siempre erguido, como una estatua vegetal, ante el deber que vence la muerte. En un estoicismo que borra los estragos de la melancolía, aun cuando ella le roce el alma y se la impregne de tatuajes erráticos e invisibles. Es entonces donde se muestra a plenitud su talla de poeta, echando a volar en aquelarre despedazado. Al llegar la poesía a su identidad medular, es decir, al centro de la tierra, como diría Lezama Lima, su vacío alcanzó lo estelar. Y ese combate es nuestra única verdadera salvación.

No quisiera recordar ahora una sola línea de lo que se ha escrito sobre su poesía. Temo que cualquier crítica quede por debajo de sus más profundas intenciones y de la dimensión humana de su obra.

Siento horror por lo semiótico, como los egipcios lo sentían por el vacío, porque ella no es capaz de apresar al macrocosmos, ocupada como está en captar el signo del sateloide. Y porque jamás admitiría que lo que más identifica a Roberto Fernández Retamar, es decir, su signo-escudo principal, es el de una torre solitaria. Cuando en 1966 el autor de Patrias publicó Poesía Reunida, el acontecimiento que fue esa antología resonó en todos los jóvenes de aquellos años.

Yo fui uno de ellos, el de "violenta poesía silvestre y curiosidad sabichosa", como él escribiera en la dedicatoria del libro. Era ya su amigo fraterno y admirador. Y el poeta agradecido a quien había escrito las palabras de la rústica tapa de su primer poemario.

A él, a Pablo Armando Fernández, a Li-sandro Otero...

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