Tres aniversarios, tres

AutorSamuel Máynez Champion

Una niñez cobijada por pirámides. De chico Armando Montiel solía recorrer a caballo los vestigios de Teotihuacán -todavía la Calzada de los Muertos seguía parcialmente enterrada-, y uno de sus pasatiempos preferidos era ascender a la pirámide del Sol para otear el mundo desde ese epicentro. A lo lejos reconocía el pueblo de Xometla que lo había visto nacer y se deleitaba en discernir cuáles labrantíos eran los que pertenecían a su familia. De ésta sólo quedaba su padre, un hacendado rico cuyos ancestros provenían del Campo de Montiel en España, el mismo donde Cervantes sitúo la aventura quijotesca de los molinos de viento.

Armando no la registraba pues había muerto de la llamada influenza española-la infausta pandemia que infectó a un tercio de la población mundial de esa época- cuando él tenía apenas 18 meses de vida. De manera que la orfandad materna fue suplida con la devoción de una abuela que se dedicó a educarlo con especial cariño. De ella aprendería a tocar el piano y a comportarse como lo habría hecho un verdadero caballero de La Mancha.

No obstante, esa infancia de privilegios habría de dar un giro violento con los coletazos de la Revolución. Su piano de cola, por ejemplo, fue utilizado como leña para que los revolucionarios se calentaran en una de las noches

Con respecto a su madre, la memoria de heladas en que habían decidido pernoctar en la requisada hacienda. Con privaciones a cuestas, Armando descubrió que la música podría ser el medio de subsistencia idóneo; y así se convirtió en el pianista oficial que musicaliza-ba las primeras películas mudas que llegaban a su pueblo. Natural fue entonces que quisiera estudiar en serio y que para ello pensara en emigrar a la Ciudad de México. Una vez en la capital, se acercó a Manuel M. Ponce, quien se convertiría en su mentor y maestro (Ponce lo hospedó en su casa y lo eximió de los pagos de inscripción del Conservatorio). En las aulas conservatorianas Armando destacó por su seriedad y empeño, tanto, que habría de convertirse en un concertista de altos vuelos y en un sólido compositor decidido a seguir con la huella nacionalista de sus maestros (también fue alumno de José Rolón, Candelario Huízar, Joaquín Amparan y José Rocabruna).

Lo que nadie hubiera podido profetizarle es que en los salones del Conservatorio habrían de fraguarse los signos más persistentes de su destino; entre éstos el de conocer a la insigne soprano Rosa Rimoch, con quien ligaría su existencia -hasta que la muerte...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR