El tumultuoso adiós al ídolo

AutorJulio Scherer García

Con la bendición de la Iglesia Católica, los restos de Pedro Infante fueron sepultados ayer en una fosa, al lado de la que ocupa su padre, frente a la tumba de Blanca Estela Pavón, y a cien metros de la de Jorge Negrete.

Una gigantesca masa humana se reunió en el cementerio Jardín para contemplar el sepelio. Y una multitud que se contaba por millares de personas, que hubieron de permanecer más allá del camposanto, sobre las avenidas que desembocan a él, pues no había sitio para más en su interior, adivinó los pormenores y se contentó con ver pasar la carroza mortuoria y la caravana interminable de dolientes.

Encaramados sobre las criptas, asidos a las ramas de los árboles, colgados de las cruces de piedra que se encontraban en puntos altos, posesionados del interior del mausoleo, una muchedumbre que parecía no tener fin, que ocupaba hasta el último milímetro disponible, que empequeñecía todos los espacios, se electrizó cuando escuchó de labios de los mariachis, desde el filo mismo de la fosa, las melodías que en vida cantara Pedro Infante.

El auditorio se estremeció. Los allí congregados sintiéronse poseídos de una emoción desusada, mientras en las voces de los cantores, más que palabras, vibraban lágrimas. Ocurrió entonces que muchas mujeres se desplomaron, casi exánimes; otras se bamboleaban sobre sus tacones; muchas más tenían los rostros contraídos, temblábanles las comisuras de los labios, y se advertía que, de un segundo a otro, estallarían en llanto; algunas más suspendieron el nervioso movimiento de los dedos en torno de las cuentas de su rosario y se limitaron a escuchar, con una expresión de dolorosa, vaga ausencia.

Confundido con gritos y sollozos proferidos en todos los tonos por centenares de mujeres, se oían los agudos llantos de niños pequeños que no se explicaban lo que ocurría en su derredor, que nada sabían de la muerte de Pedro Infante y que sólo percibían algo que les aterraba.

Pero los cantos de los mariachis hicieron llorar no sólo a las mujeres. Hombres maduros, de rostros graves, se enjugaban discretamente los ojos con un pañuelo sacado repetidas veces del bolsillo y, finalmente, retenido en la mano. Los había también que lloraban libremente; no pretendían siquiera contener las lágrimas que fluían incesantes bajo los párpados.

Hubo, finalmente, quienes se arrodillaron y mezclaron sus rezos, pronunciados en voz baja, a esa atmósfera indescriptible que envolvía el cementerio.

Y mientras eso ocurría, no cesaban los...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR