El valedor / De miércoles...

El desfile militar, mis valedores. Fue una mañana de miércoles cuando yo, muerto de hambre como casi siempre, llegué a casa de mis amigos (a caza de mis amigos) por ver si me convidaban al recalentado. Mi estómago, desde la noche anterior, no había conocido más alimento que mis jugos gástricos y los regüeldos de una bilis desparramada por la tristura, el desaliento, el amago de depresión y el ánimo trapeando los suelos. Y es que yo, solo y mi alma como siempre, me pasé la noche del Grito sin más grito que el del estómago, que reclamaba su ración de comida, y ya recuerdan lo dicho por Odiseo a la bella Nausícaa: no hay dictador más feroz que el estómago. Berrinches de niño senil, de viejo aniñado: qué forma de castigarme porque ninguna de mis amistades me invitó al pozole, santo y seña del mexicano en la noche del Grito. Y a querer o no, mis valedores, yo también soy mexicano de acá de este lado (de este lado del periférico.)

Diez, once de la mañana, yo con el hambre encabritada. Si no llegué de madrugada a casa de las amistades fue para dar tiempo a que se repusieran de desvelada e indigestión, y que los excesos de mexicanidad embotellada todavía no los devastaran del todo, de modo tal que pudiésemos compartir el recalentado en honor de la independencia de México. ¿Independencia? ¿Con ésos en el gobierno? (Y a propósito: aquí y ahora honro a los precursores de una guerra de independencia que se adelantaron a Hidalgo, Allende, Aldama y Rayón; unos bememéritos de la alzada del cura Juan Antonio de Montenegro y sus 200 criollos, allá en la Guadalajara de 1793, y los patriotas que pagaron con cárcel su acción visionaria, como Francisco Azcárate, Primo de Verdad y ese soberbio fraile Melchor de Talamantes que, peruano de nacimiento, por amor a nuestro país dejó su vida en una de las bartolinas de San Juan de Ulúa de donde lo sacaron muerto y todavía cargado de cadenas -¡por amor a nuestro país!- para que unos mexicanos injustos y desagradecidos, les pagásemos con el olvido. Es México.)

Vuelvo a la mañana de miércoles en que yo, mexicano de mí, necesitaba eructar a cebolla y orégano, porque si no cómo poder sentirme mexicano como tantos de ustedes. Fue así como llegué, toqué el timbre, enfrenté los ladridos del Juanito y me encontré a la familia frente a un cinescopio pisoteado por la bota militar. Y ni cómo interrumpir el paso de las barcazas con el paso de las chalupas y las pellizcadas de huevo (Cuidado, que se...

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