Los vaniloquios del autócrata

AutorSamuel Máynez Champion

Sobra aclarar que, paradójicamente, habría que revalorar la agresión de Echeverría puesto que, en este caso, fue disparadora del indómito proyecto editorial que ha sabido sortear toda suerte de escollos y que, al cabo de cuatro décadas de subsistencia, se ha vuelto una referencia obligada para desdecir las mentiras oficiales con que el poder presidencial -junto a la inicua casta gobernante que lo acolchona-se mantiene a flote. Indefectiblemente, el empleo de la primera persona del singular es obligado, dada la necesaria autenticidad que debe conferirle al testimonio por relatar.

Así pues, con el candor que me deparaban mis 12 años de edad, me vi caminando por las frondosas arboledas de la residencia presidencial. Iba tomado de la mano de mi padre, quien tenía un asunto -la difusión de un libro sobre la generación de Juárez- que tratar con el mandatario de ingrata reminiscencia, cuyos delirios lo situaban, al final de su ominosa gestión, como Secretario General de la ONU. Nada sabía de su responsabilidad en la matanza de Tlatelolco, ni de los "halcones" que había mandado apostarse para perpetrar la masacre del Jueves de Corpus; tampoco de sus compulsiones mesiánicas, o de su aviesa participación en la Guerra sucia; sólo tenía conocimiento de sus dislates lingüísticos -célebre aquel de "ni nos perjudica ni nos beneficia, sino todo lo contrario"-y de sus manías protocolarias, como las guayaberas y las aguas de Jamaica. En retrospectiva, pienso que de haber estado consciente de que iba a conocer a un genocida, el miedo me habría atenazado la mano, aun antes de extendérsela.

De la breve antesala, recuerdo que me cautivó el suntuoso eclecticismo de la decoración (quién podría haber imaginado que así vivía el jefe de una nación "tercermundista", donde la pobreza se enseñoreaba con el garbo de una actriz en decadencia) y la fugaz aparición de una mujer de rostro adusto. Era la "compañera" María Esther que rondaba la oficina de su marido y que, al saber que tenía una audiencia próxima, se limitó a articular un saludo cortante.

Muy distinta fue la salutación del presidente, ya que abrazó efusivamente a mi padre en remembranza de los años estudiantiles que habían transcurrido en la misma escuela (la otrora preparatoria de San Ildefonso). Cuando fui anunciado como el heredero recibí un ampuloso apretón de manos, y concluidas las formas de presentación vinieron las predecibles menciones a los amigos comunes y las preguntas de cortesía sobre el desempeño...

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