Viaje a la entraña del teatro de ópera (III)

AutorSamuel Máynez Champion

¿Podemos saber cómo fue la deletérea fórmula de esas primeras aventuras comerciales? El dueño del teatro cedía el espacio y el empresario se lo alquilaba sumándole su propia inversión monetaria; comprensible, por ende, que escatimara en todos los rubros susceptibles de aportar un ahorro, hecho particularmente cierto en cuanto a lo intangible, donde lo único que se respetaba eran los caprichos de los cantantes y, especialmente, de los castrados, esos ángeles prefabricados que sí llenaban los teatros. Ellos eran los únicos que recibían honorarios justos -por encima de los propios compositores-, pues eran el anzuelo de aquellas muchedumbres que vieron en las óperas un eficaz sustituto de los circos y el absurdo. ¿A quién no iba a suscitarle morbo ver en escena aun eunuco, obeso y torpe, encarnar aun héroe legendario con la bizarra voz de un engendro mitad mujer y mitad niño?

Mas soslayando esa larga aberración escénica que duró la friolera de dos largas centurias, es de anotar que también en pos de la supervivencia de la naciente empresa se recurrió a la venta de golosinas y helados, a la suscripción y renta de palcos, y que se permitió el ingreso, previo acuerdo taxativo de sus ganancias, a las prostitutas. En los teatros venecianos, ejemplo prístino de lo que se entendía por hacer negocios redondos, se fijó una planta baja sobrealzada en el primer piso de palcos, el llamado Pepián, para que los amantes de la ópera (o eventuales clientes) pudieran aquilatar las "dotes" de las mujeres públicas; en los intermedios se apalabrarían para lo que sucedería después...

En cuanto al sistema de palcos, estaba comunicado por pasillos en los que una multitud de criados se afanaba por surtir viandas y bebidas. Debían estar siempre atentos para servir a quien prefiriera permanecer dentro de sus palcos. Dentro de éstos se verificaba toda clase de holganzas corporales y pasatiempos; en la parte delantera podía correrse una cortina para resguardo de miradas indiscretas, y no eran de excluirse el juego y los placeres del tabaco para afrontar las partes más pesadas de las óperas; unos espejos colocados en las paredes permitían echar un vistazo ocasional al espectáculo.

Por norma, las funciones comenzaban alrededor de las seis de la tarde y podían prolongarse hasta las dos de la mañana. Un gentío enmascarado llegaba a pie o en góndola. Mientras la canalla se aposentaba en platea y "paraíso", los nobles se dirigían, llave en mano, hacia sus palcos. Éstos podían...

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