Una vida en 85 asaltos

Seré breve para no aburrirlos. Del 34 al 36 fui niño de brazos en Zamora. Del 36 al 44 viví en vecindades y asistí a la fuerza a varias escuelas particulares de segunda categoría.Ya dije que no teníamos dinero y la Jefa no quería meternos a escuela de gobierno, porque eran "socialistas", o sea comunistas. Pero me consiguieron beca o ayuda de unos millonarios dueños de fábricas de telas, los Del Valle, y entonces estuve internado dos años con los salesianos en Huipulco. Luego, del 45 al 51 me metieron a un seminario, primero en Venta de Cruz, Hidalgo, luego en Tlaquepaque, Jalisco, a estudiar para cura. No me aguantaron como descreído y rebelde, así que del 51 en adelante me volví chino libre, lejos de curas y crucifijos, sin confesiones ni comuniones que practicar y con miles de libros por leer.

Pasados unos meses de mi salida del seminario, noté que no me hallaba en lo que llamaban "el mundo". En los trabajos que había conseguido, de lo cual hablaré al ratito, no encontraba motivación para llevarlos a cabo. Y veía además que en ese mundo me esperaba como futuro inmediato recurrir a los alcoholes para sentir que me sentía bien, como veía que lo hacían mis hermanos y parientes, y los amigos de mis hermanos y de los parientes. Como que noté rápidamente que gran parte de la vida diaria giraba alrededor de las copas, y de tener un trabajo que diera lo suficiente para poder pagar los alcoholes y "dispararlos" a los dizque amigos que abundaban en las cantinas y cervecerías... Medio filosofando un poco, me decía que aquello no tenía más chiste que el del momento del cuete.

Después llegaba la cruda, la resaca y el arrepentimiento de gastar el dinero en esa forma. Muy pobre, pues. Aunque no se crea, extrañaba un poco el seminario, y frecuentemente me daba mis vueltas para saludar a los padrecitos salesianos.

Entre las maneras de matar el tiempo descubrí tres que me gustaron: una, leer; otra, resolver crucigramas; y la tercera, dibujar. Con la suerte de mi lado, descubrí que juntito a la funeraria existía la mejor librería de usado de todo México, y que se llamaba Librería Duarte. Sus dueños eran un padre y un hijo refugiados republicanos españoles, rojillos y muy cultos. En su librería se reunían cada semana escritores en ciernes como José Agustín, Carlos Fuentes, José de la Colina, Carlos Monsiváis, Fernando Be-nítez y otros menos conocidos para platicar, echar café (o una cubita) y adquirir los libros de reciente o antigua aparición, a buen precio y con facilidades de pago.

Y como yo no sabía qué leer, un día me llené de valor y le pregunté a Polo Duarte, el hijo de su papá, que me recomendara qué leer. Tras confesarle mi ignorancia enciclopédica sobre literatura y mi escasez financiera conjunta, Polo me sugirió un plan ranchero para leer sin gastar demasiado. Yo le compraba un libro y lo podía cambiar hasta dos veces por otros dos, sin cargo adicional. Así es como caí en el vicio de la lectura, que todavía me tiene agarrado del cogote -afortunadamente- y es la razón por la que llamo a Gayosso mi universidad, porque con Polo Duarte aprendí a leer y supe de la existencia de gente como Faulkner, Dos Passos, Hemingway, Caldwell, Panait Istrati, Knut Hamsun, Herman Hesse, London, Marx, William Saroyan, Chesterton, Shaw, Georghiu (a la mejor no se escribe así), Scott Fitzgerald, Rulfo, Azuela, Rubén Romero (me receté todos sus libros, que aún conservo) y pare usted de contar o...

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