Mi vida criminal

AutorFabrizio Mejía Madrid

–Voy a ver de qué se trata y te hablo.

Unos días después, entre risas, en el despacho del abogado, redactamos una serie de chistes sobre la demanda en mi contra. La cosa judicial –cuando la difamación era todavía un delito penal– provenía de un nebuloso autor que había transcrito expedientes de la policía política contra los zapatistas de Chiapas, y los publicó con la forma de una investigación de campo. Se había enojado conmigo porque, en una cena, yo había descrito esta escena: cajas de la Presidencia llegando a las oficinas de una revista donde yo colaboraba, bajo el pegote de “Lázaro Hernández”, y el director, mojado de la cara, la corbata Gucci y la camisa St. Laurent, diciendo:

–Voy a necesitar que alguien haga de esto un libro, para desenmascarar a los guerrilleros chiapatistas –así dijo–. ¿Quién se lo avienta?

–Yo no –me sobresalté–, para hacer la historia del zapatismo en Chiapas vamos a necesitar distancia histórica. Que pasen 30 o 40 años. Ese libro no es para mí ni para ahora.

Y, cuando el libro del borroso autor se publicó menos de seis meses después, me acordé de la escena y la conté en una cena. Vasos chocando, risas. Simple burla limpia a costa del cochinero de afuera. El detalle es que había una periodista en la cena, la única amiga que conservo del kínder. Y publicó la anécdota como declaración, junto a una serie de entrevistas del experto en guerrillas, de la defensora heroica de los desaparecidos políticos en México, y algún otro; entre los tres machacaban el libro de la supuesta historia del zapatismo. Pero el autor nebuloso decidió que yo era el demandable. Así que consiguió un despacho cuyos apellidos eran casi Tesis, Antítesis y Síntesis del sistema de justicia mexicano: Gómez Mont, Zinser y Esponda. La demanda consignaba como difamación que yo decía que era un libro “hecho para policías” y yo respondía que eso no era un insulto, sino una “demografía” para un mercado de “nuevos alfabetizados”. Nos reímos mucho redactando la respuesta. Por cierto, la demanda –cuya copia fotostática hay que pagar porque no tienes derecho a tenerla en tus manos– decía que el director mojado de la revista y sus subdirectores avalaban cualquier posterior declaración judicial del autor borroso. Tenían su bendición. Yo, al contrario, su condenación eterna. El despacho y los dueños de la revista aquella eran, en ese entonces, gente poderosa, pero yo confié en la idea del karma y la bondad intrínseca de las personas; al poder lo enfrentarían...

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