De la vida profunda de Enrique Maza

AutorJulio Scherer García

Blanco era el vestido de las niñas, blancos sus calcetines, blancos sus zapatos, blancos los pequeños lazos que adornaban sus cabezas rubias. Improvisada como altar, una mesa sencilla lucía en sus extremos dos ramos de rosas blancas. No había en la sala un tiesto ni un jarrón sin su corona de flores y hasta el candil de la estancia había sido encendido esa mañana llena de luz. Enrique Maza daría la primera comunión a Adriana y Susana, dos de mis hijas, y aun mi madre, pálida y delgada como un lirio, estaría entre nosotros en cuanto aflojara el dolor de un mal incurable.

-¿Vas a comulgar? -me preguntó Enrique en voz baja, vestido del cuello a los pies con sus ornamentos, del amarillo al violeta, del verde al azul la estola, blancos el cíngulo y el alba.

-No, Enrique.

-Comulga.

-No creo en Dios.

-¿Y por qué habías de creer? No hay mente que pueda describirlo, menos comprenderlo.

-Soy un pecador satisfecho, te consta.

-Y qué.

-¿Me absolverías sin arrepentimiento de mi parte?

-El problema no es pecar o no pecar. Pecamos todos, incesantemente. El problema es amar o no amar.

-Me presionas.

-No es mi intención.

-¿Entonces?

-La comunión es una mesa dispuesta para recibir a comensales que se quieren y la hostia es el pan. Comamos juntos, es todo.

-Rompería las reglas de la Iglesia. Aún tengo el sabor del desayuno en la boca.

-Súmate a la felicidad de tu familia.

-¿Es acaso posible la felicidad?

-Pienso que sí, pero sólo si amas.

Horas después, a punto de separarnos, le pregunté sin malicia:

-¿Crees en Dios?

-Mi Dios no es el Dios que hoy celebramos.

Educado desde la infancia en el fervor y la obediencia al Señor, Enrique se ordenó sacerdote el 5 de noviembre de 1960, a los 31 años de edad. Pesaba 80 kilos, sin un gramo de grasa, los músculos apretados por la tensión del ejercicio diario. Nadador incansable, disfrutaba de la sensualidad del agua y el sol bajo el cielo sin límites. Entregado al ir y venir de las olas, acompasada su respiración a la respiración del mar, ahuyentaba la zozobra de sus días y sus noches: ni volcaba su amor a Dios ni vivía bajo su potestad, él, puente entre la realidad cierta del mundo y la idea intangible del más allá.

La sumisión como norma fue la tierra árida de su infancia. A sus padres, a sus maestros, a sus abuelos, a sus tíos, a sus hermanos mayores, a su director espiritual, a cada uno había de rendir cuenta de sus actos. A Dios, sobre todos, debía obediencia. Dueño el Señor del pasado, el presente y el porvenir del hombre desde la eternidad, nunca escaparía Enrique a la justicia divina. Criatura del Creador, del Creador debía ser amantísimo siervo.

En grupo con sus cinco hermanos, cada mañana comulgaba en la iglesia de la Votiva, a la vuelta de su casa en la colonia Roma, y cada domingo asistía a misa en el templo de San Francisco, sobre la avenida Madero, frente a Sanborns. Los sábados por la tarde, hincado en el confesionario, la cabeza baja, unidas las palmas de las manos en actitud de orar, puntualmente se arrepentía de las faltas cometidas durante la semana. "Acúsome, padre, de haber tenido malos pensamientos". "¿Cuántas veces?". "No sé, padre". "¿Cuántas, hijo?". "Veinte, creo". Pide perdón a Dios por tus pecados y reza cinco avemarías", absolvía el cura, piadoso bajo su sotana fúnebre.

A temprana edad conoció el cinturón de cuero en la mano iracunda de su padre y el fuego de los golpes en las caderas y en la espalda. Temprano también supo del acatamiento de su familia al padre José Antonio Romero, de la Compañía de Jesús. A esos niños -decía el director de Buena Prensa-, a esos pequeños delincuentes había que obligarlos a sostenerse sobre un pie hasta que apareciera la llave del piano, escondida quién sabe dónde en un acto de maldad intolerable.

Regulada su existencia por un código inflexible, inadmisible la vida sin orden y disciplina, el mundo de las formas se abrió paso en su mundo. Ceñido a reglas, ignoró su propia intimidad y hasta su conciencia le fue ajena.

Arrebatado por alguna de las mil locuras que ayudan a vivir, una mañana lapidó la vidriera de su salón de clases hasta convertirla en polvo. En el frenesí colectivo, casi todos sus compañeros participaron en la acción, ardorosa como un combate. Informado del estropicio el rector del Instituto Patria, el sacerdote Enrique To-rroella, ordenó la inmediata investigación de los hechos. En unas horas caerían los culpables, juró.

"¿Quiénes fueron?", preguntaron amenazantes los emisarios de Torroella, ocultos sus cuerpos bajo las sotanas, los rostros sin sol, pálidos como verdugos. "¡Quiénes!" No hubo una voz que respondiera en el salón del escándalo. "¡Quiénes!" Enrique y unos cuantos se incorporaron de sus asientos. "¿Alguien más?". Adheridos a los pupitres, los cobardes permanecieron inmóviles.

Sin demora fueron citados al colegio los padres de los señalados. Si alguna esperanza tuvo Enrique al descubrir a lo lejos a su padre y a su madre, pronto la perdió. Rumbo a la oficina de Torroella pasaron sin mirarlo ni dirigirle la palabra, tiesos como magistrados. Poco después confirmó la noticia de su expulsión.

Sin amigos, sin el calor ingenuo de alguna muchacha, gobernado por reglas que había quebrantado, brumosa su idea de sí mismo, en la soledad y el aislamiento sufrió el vacío sin medios para...

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